La crueldad de la soberbia...
Fue a comienzos de los años setenta. Las escuelas secundarias de la localidad, recientemente creadas, recibían alumnos que hasta hacía poco tiempo habían concurrido a establecimientos de la ciudad cercana. Las nuevas escuelas se alojaban en dependencias oficiales y privadas, en donde la estrechez de medios –edilicios y de los otros– incentivaba sin embargo a docentes y alumnos para que se esforzaran por alcanzar la mejor educación posible en esas circunstancias.
Por su contracción al estudio, en uno de los cursos sobresalían dos alumnos: una adolescente, nerviosa, activa, cuyas afirmaciones solían resultar bastante irónicas, y un muchacho cálido, sosegado y muy amable. Casi siempre este último, al que llamaré G, superaba con sus razonamientos a su compañera, a la que mencionaremos como F. Esto la ponía de muy mal humor, y siempre encontraba latiguillos descalificadores, como “come libros”, “traga” y otros por el estilo, que sólo motivaban como respuesta de G una sonrisa que la enfurecía aún más.
Una tarde, en clase de Biología, se investigaba sobre las predisposiciones hereditarias y las influencias del entorno y de la cotidianidad de la vida social. La intervención entusiasta de todos los alumnos, pero en especial de G y de F, producía en la docente una permanente sonrisa de agrado y satisfacción.
G. acababa de contestar brillantemente una pregunta de la profesora sobre la herencia genética, la sangre y el instinto. Fue entonces cuando F lo interrumpió brutalmente, enrostrándole: “¿Cómo podés afirmar eso vos, si sos hijo adoptivo?”
La clase quedó en silencio, paralizada. Nadie se animaba a hablar. La incredulidad del chico iba aumentando, y pronto dio paso a una desesperación incontenible.
La docente, en principio azorada, decidió marchar a la dirección acompañada por F y G. Pero el mal estaba hecho. Todos, menos el pobre G. sabían de antemano cuál era su condición familiar.
Después, lo imaginable: el drama desatado en su casa, y una precipitada fuga que se prolongó durante algunas semanas. Finalmente, el triste regreso, otra escuela –esta vez en la ciudad–, y una herida abierta en su vida para siempre.
... y un engaño por amor
Al cortarse el cordón umbilical
con mi madre –su dolor y su vergüenza–,
fui olvidado, para lavar la ofensa
frente a los jueces que guardan la moral..
Aquella historia jamás nadie me dijo;
fui creciendo en el amor de mis dos viejos,
y en sus caricias, palabras y consejos
nunca pude presentir no ser su hijo.
Una palabra cruel, un comentario,
develaron el secreto tan guardado;
fui, tras la humillación, crucificado
desnudo y descarnado en mi calvario.
Así, para la moralina, fui culpable
de vivir, naciendo de ese modo,
y sin saber, el escarnio de ese lodo
fue mi estigma, por ser hijo de nadie
Hubo una madre sin el hijo de su entraña;
una historia inconclusa fue mi vida;
un silencio que exacerba mis heridas,
un secreto sepulcral para esta infamia.
Buscando las raíces de mi historia,
puertas avergonzadas que se cierran
y preguntas sin respuestas, bajo tierra,
silencian la verdad de mi memoria.
Jamás olvidaré tal abandono,
nunca podré desangrarme en su perdón;
pero a mis padres, los del corazón,
por ese engaño de amor, sí, los perdono.